Amor de madre





Los pimentones brillaban con luz propia, compitiendo con el blanco de las cebollas y coqueteando con la invitación al beso del rojo de los tomates. Era día de mercado y como cada lunes, Francisca recorrió los pasillos lentamente, saboreando en su mente las obras culinarias que podría desarrollar y respirando con pasión el aroma de las verduras frescas que serían su materia prima.

Repasó con cuidado los platos preferidos de sus amados comensales: sus hijos. A Ana le causaba un profundo placer la ensalada de brócoli con tomates frescos y una pizca de aceite de oliva y vinagre. Desde pequeña, siempre sonreía ante el colorido plato cuando Francisca se lo servía en la inmensa mesa  del comedor en la antigua casa de la esquina de Los Frailes.

Enrique poseía un gusto muy distinto al de su hermana, amaba todo lo relacionado con los frutos del mar y su plato preferido eran los calamares rebozados, de tonalidades doradas que parecían reflejar el sol y olores que lo llevaban a la orilla de la playa siempre. Francisca, por lo tanto procuraba  comprar los calamares más grandes y frescos para cumplir, al menos una vez por semana con aquel ritual culinario.

Mientras hacía las compras respectivas, Francisca se repetía a sí misma la importancia de la familia y, especialmente de los hijos. Dilucidaba sobre el significado del amor materno, la necesidad de mantener un lazo muy fuerte, de acero entre madre e hijos, la urgencia de la cercanía física como rasgo característico de este afecto.

Peleaba en voz baja con las opiniones de sus hermanas, Carmen y Dominga quienes insistían en recordarle la necesidad de salir de vez en cuando de su casa  y dejar que el sol la tostara y retomara los lazos con antiguas amistades, se ocupara en alguna actividad o trabajo productivo y volviera a ser la mujer activa, independiente que era antes de la maternidad, pero no, ella sostenía en su monólogo que ser madre y tener a sus hijos cerca era su labor primaria.

De regreso a casa,  apuró el paso para llegar temprano. Enrique siempre se quejaba del calor si dejaba todas las ventanas cerradas y quería llegar para ventilarla antes del almuerzo. Tropezó en la acera y casi pierde los tomates pero, en un movimiento ágil se incorporó y siguió sin pausa su camino.

Ya en su hogar, procedió a colocar toda su compra  en sus respectivos lugares: las verduras en las cestas, los lácteos y sus derivados en la nevera, etc. Abrió las ventanas, encendió la cocina y mientras sacaba los cuchillos para comenzar la elaboración del almuerzo, escuchó la voz de Enrique y Ana al fondo, quienes reclamaban su presencia. Solo atinó a gritar un ¡Ya voy! Y siguió enfrascada con su cocina, con una sonrisa por el placer que le causaba tener a sus hijos cerca, siempre. No toda madre tenía tanta suerte.

Cortó el tallo del brócoli endemoniadamente verde, lo picó en mini arbolitos y los lanzó al agua hirviendo con sal para ablandar su corazón. Rebanó los tomates, mezcló todo en la ensaladera y la aderezó, tal y como a Ana le encantaba.
Sometió a los calamares a un baño de huevo batido con harina y cerveza para hacer más espumosa su apariencia y los sumergió ahora a un caldero de aceite hirviendo donde se retorcían de forma alegre, conscientes del placer que causarían en la mesa. Los colocó sobre una gran fuente y se sintió satisfecha. Enrique disfrutaría este manjar.

Terminó de cocinar el resto del almuerzo, entre unas papas al vapor y una gelatina de uva solo para romper con ese extraño color, lo clásico del almuerzo.

Salió de la cocina apurada, quería darse una ducha muy corta antes del almorzar. Al pasar por la habitación donde se encontraban Enrique y Ana escuchó un grito y un golpe. Se detuvo a mirar pero al ver como Ana estiraba su mano hacia ella al igual que Enrique, siguió tranquila porque el gesto le indicó, en su mente, que no era nada importante.

Se quitó la blusa sudada del día, la falda y dejó que la ducha se llevara toda la prisa, dejando solo la paz de la limpieza. Se vistió con algo cómodo, colocó las llaves en su bolsillo y salió de su habitación. Una última mirada a la foto colocada sobre su cómoda en un antiguo marco dorado, ya desteñido, donde se podía ver a Enrique, Ana y ella hace muchos años caminando por el parque le provocó una sonrisa nuevamente y un “nada como los hijos cerca”.

Caminó hacia la habitación donde se encontraban Enrique y Ana, emocionada por los platos que les preparó y segura de lo mucho que los iban a disfrutar. Introdujo la llave en la cerradura, mirando a través de los barrotes el rostro de sus hijos. Los ojos muy abiertos la miraban fijamente y ella sintió que seguro era por la emoción de verla. Abrió la puerta y tuvo que detenerse un momento porque ambos corrieron a su encuentro ¡Cuanta emoción en sus hijos! Los sujetó muy fuerte y sintió el latido de sus corazones. Tomo a cada uno de la mano y, como cada día, los llevó al comedor ayudada por aquella pesada cadena que los unía y que arrastraban, paso a paso.

Caminaron lentamente. Sus hijos aun cuando ya eran adultos, por alguna razón eran muy lentos y ella procuraba ayudarlos en su esfuerzo por avanzar. Los sentó a la mesa, uno al lado del otro, tan separados como la cadena lo permitía, pero tan cerca como era posible de ella y les sirvió aquellos exquisitos platos que con tanto amor cocinó.


Enrique suplicó  que los dejara salir y ella, Francisca tuvo que ser un poco dura, como siempre: madre e hijos deben estar  juntos, es una regla, la forma correcta de vivir el amor que los une. Ana lloró en silencio mientras comía. Enrique devolvió la vista a los calamares que lamentaron su suerte y Francisca guardó silencio, sonrió y se volvió a ver con satisfacción un interesante documental sobre las focas leopardos y su extraña afición por comerse sus crías.

Photo by Claire Brear on Unsplash

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