El aleteo de la soledad



"Me siento más olvidado que nunca. Doy unos pasos y me detengo. Saboreo el olvido total en que he caído. Estoy entre dos ciudades: una me ignora, la otra ya no me conoce".

Jean-Paul Sartre | La náusea

Confieso que no he leído La Náusea de Sartre, pero esas líneas me golpearon con demasiada fuerza mientras paseaba en la red.

En los últimos tiempos he conocido más que nunca esa perturbadora sensación de no pertenecer a nada, de estar en un espacio vacío, desconocido por mí y por otros que no alcanzo a ver.

El desarraigo que trae consigo el quiebre de un vínculo de más de 30 años, el abandono del sitio donde creía que iba a mirar hacia atrás dentro de otros 30 años y el retorno al punto inicial, pero sin nada que me sea ligeramente familiar han despertado esa náusea en la boca del estómago, esa alarma muda que identifica la soledad.

No hay ataduras, no hay pasado. Pero pareciera que tampoco hay futuro.

La ciudad que me ignora es mi pasado, la que no me conoce es mi presente.

Y requiere de un esfuerzo casi sobrehumano despertarse a diario para construir de a poco la tercera ciudad, la que debería recibirme en el futuro.

Seguramente más de uno que lea estas líneas habrá estado parado en ese momento en el que se rompe el hilo conductor de su propia vida por un hecho especialmente duro y ya nada vuelve a ser igual.

No eres la misma persona de antes, pero tampoco reconoces a la que eres ahora.

Te miras en el espejo y te exploras.

Te escuchas en el silencio y te asombras.

Te sientes en lo profundo y te asustas.

No eres ni siquiera el producto del tamizado de tu cuerpo y alma por la malla del dolor.

Eres alguien nuevo y, como toda creación, nace sola, ignorante del mundo que la rodea e ignorada por el mismo mundo.

Esa soledad es la que golpea y sorprende.

Esa soledad es la que empuja a desplegar las alas en esas tierras nuevas.

Es la soledad y esa náusea la que te sacude el cuerpo y te dice que, aunque solo, no hay tiempo de caer, sino que es obligatorio seguir.

Es posible que, a mediano plazo, esas ciudades que ignoramos y nos ignoran dejen de importar.

Es posible que el camino comience a hacerse más noble, menos accidentado.

Que la brisa sople ligera y, por primera vez en esa nueva piel, alguien nos mire a los ojos y nos conozca y reconozca.

Y entonces dejemos de olvidarnos y empecemos a amarnos nuevamente.

Porque amarse a uno mismo es el bálsamo para combatir la soledad, la manta cálida que nos cubre de un todo.

Un día, no muy lejano, no seré olvido, sino el mejor recuerdo que pueda tener.

Nada es eterno, ni siquiera el olvido.

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