La señora Erika
La señora Erika vivía en la
planta baja de mi edificio junto con su hija (a quien difícilmente recuerdo) y
su esposo de quien guardo su recuerdo claro. Un señor bajito, de traje oscuro
que siempre caminaba lento y algo encorvado.
Ambos eran personas bastante
reservadas y para una adolescente como yo, parecían más bien duros, hoscos,
secos. Tenían un apartamento pulcramente ordenado (me percataba de eso al pasar
por su puerta cuando estaba abierta) y su tono de voz europeo, en un idioma extranjero era ya un sonido
familiar para mí.
Vivían allí desde antes de que yo
naciera pero realmente creo que me percaté de su existencia cuando ya cerca de los
16 años, la señora Erika era viuda y entonces ocupaba más tiempo que el
habitual a vigilar de cerca los pasos de muchos en el edificio, incluido los míos.
Abría la micro puerta de madera
en su puerta principal como en todo edificio antiguo para ver quién entraba y
salía, a qué hora y con quien y siempre tenía un comentario, tal y como un día
me preguntó a donde iba y a qué hora pensaba regresar. Ciertamente, me molestaba aquello: ¿qué le daba
derecho a espiarnos así sin piedad? ¿Y por qué?
Los días, meses y años pasaron y
llegó la furia del tejido a mis manos. Montones de amigas habían aprendido este arte milenario y yo me
moría por hacer y lucir un suéter hecho por mí misma. Apelé a la vecina de al
lado, una italiana que sabía tejía para que me ayudara ya con mis agujas y
mi hilo en mano y ella, con su acento que jamás ha perdido, me dijo: Vamos para que
Erika te enseñe.
Yo dudé, pero era mi deseo de
aprender mayor que mis reservas, así que me enfilé con ellas en ese proceso
educativo y aprendí mucho más que a tejer. Descubrí que Erika tejía sin ver las
agujas, magistralmente y a gran velocidad. Las colocaba cada una bajo sus
brazos y comenzaba a tejer sin parar. Sabía todos los puntos, formas, trucos
habidos y por haber y no había algo que no tejiera.
En una de esas tardes mientras
avanzaba con mi suéter rojo (el único que al final tejí), Erika comenzó a
contar como había aprendido a tejer de niña y luego, sin pausa relató como el tejer
le salvó la vida emocionalmente a muchas niñas en el campo de concentración
donde estuvo durante la Segunda Guerra Mundial.
Me contó que las mujeres hacían
agujas con trozos de madera de las paredes de cada barraca donde las agrupaban
y hacían que las niñas aprendieran a destejer y tejer nuevamente su ropa para
ocupar el tiempo y no perder la razón. Me enseñó su número en el brazo, que se
quedó allí por siempre, identificándola como una judía más, culpable de nada.
Confieso que en aquel momento me
conmocionó, me emocionó y me confundió, pero a partir de ese día comencé a
mirarla distinto. Empecé a entender un poco más su forma de ser que parecía tan
molesta a veces y me di cuenta de que un ser humano que
sobrevivió a ese infierno tan atroz seguramente necesitaba más del calor humano
que cualquiera.
Probablemente, el vigilar al
resto del edificio era parte de su necesidad de sentir que vivía en paz y regañar a los niños, era solo un resabio de
aquella terrible responsabilidad de proteger niños en ese infierno.
Pasaron los años y ya, estando
muy viejita, con andadera y todo, seguía vigilante de todo, pero ya no me
molestaba. Me pedía que la ayudara a caminar un rato en el pasillo, se apoyaba
de mi brazo y quería que su hija le comprara mi perfume porque le gustaba mucho
ese aroma.
Finalmente, Erika murió tras
muchas complicaciones de la vejez y no pude más que sentir que al fin había
descansado, se había ido con su esposo
que era su compañero y había dejado este mundo que le marcó en forma indeleble
en la piel y el alma con tantos horrores.
Hoy, cuando vivo en un país donde
la división se acentúa cada día más, no puedo dejar de pensar en ella, las
heridas que la división de una sociedad dejaron en su vida y rezo, simplemente
rezo, porque encontremos una vía para no llegar a eso jamás.
Excelente relato Campanera... Recibe un cordial saludo!
ResponderEliminarGracias Win. Un abrazo. Se le extraña.
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